Déjame que te cuente una historia real que te va a sorprender.
Hace unos años tuve una compañera de trabajo que se llamaba Leticia, trabajábamos juntos, como mandos intermedios, en el área financiera de la filial española de una multinacional extranjera.
Leticia era joven. Ni siquiera llegaría a los cuarenta años.
Y era la típica persona que podrías considerar perfecta.
Era una gran profesional. La clase de persona en la que sabías que podías confiar. Cualquier trabajo, proyecto o informe al que tuviera que hacer frente tenía un resultado perfecto garantizado.
Y no solo la dirección estaba encantada con ella. Los miembros de su equipo también.
Era una persona muy organizada. Lo tenía todo siempre bajo control. Y cualquier persona que trabajara con ella acababa aprendiendo tanto que tenía un futuro próspero asegurado en la compañía.
Además era una de las personas más simpáticas y educadas que podías encontrarte en toda la organización. Había poca gente en la empresa con la que no se llevara bien o a la que no cayese bien.
Por si esto fuera poco, Leticia era una de las personas más atractivas de la oficina.
Le encantaba hacer deporte, era muy estricta con sus dietas…
Y aunque no te lo puedas creer ¡Era capaz de hacer frente a todo esto siendo madre de dos hijas!
Y a juzgar por las fotos que me enseñaba y lo que me contaba de ellas ¡Sus hijas eran para comérselas! ¡Era una madraza!
Era perfecta.
Por eso me sorprendió tanto lo que te voy a contar.
Un día tuvimos una reunión a la que asistimos varios mandos intermedios, jefes de equipo y parte de la dirección con el objetivo de comentar los resultados del año, cómo habían finalizado los grandes proyectos a los que habíamos hecho frente durante el ejercicio y cómo se iban a afrontar los nuevos proyectos en el año siguiente.
Uno de los Directores fue pasando por los distintos proyectos, comentándolos, y en un momento determinado, cuando llegó a uno de éstos, el proyecto al que había hecho frente Leticia, se detuvo y le dio la enhorabuena públicamente, delante de toda la dirección y del resto de compañeros.
La felicitó por el gran trabajo que había hecho. Un gran trabajo aún a pesar de la dificultad del proyecto y del esfuerzo que requería.
Y a continuación prosiguió diciendo que por ese motivo el año siguiente le iban a volver a nombrar responsable de ese proyecto.
Todo el mundo se puso a aplaudir a Leticia con gran admiración. Especialmente por el fuerte aprecio que sentíamos por ella.
Y entonces ¿Sabes lo que hizo ella en ese momento?
Ella estalló a llorar.
Como oyes.
Se puso a llorar.
Y te aseguro que aquello no eran lágrimas de felicidad.
Imagínate como se debía sentir para romper a llorar sin importarle que allí presentes estuvieran sus jefes, los jefes de sus jefes y gran parte de sus compañeros.
Estaba situada cerca de mí y tengo grabadas en el cerebro las palabras que dijo en voz baja en ese momento: Estoy agotada. Estoy agotada. No puedo más.
Leticia estaba agotada, aquel proyecto había sido muy duro y no tenía fuerzas para afrontar un año más como el que había hecho frente.
Cuando después de la reunión le pregunté que le había pasado, me confesó que no se encontraba bien.
Me comentó que estaba muy cansada. Mucho. Y que estaba atravesando una crisis.
Se había dado cuenta de que se exigía demasiado. Era superior a ella misma, pero no podía evitar que todos los trabajos que pasaran por su manos fueran excelentes, tenía la extrema necesidad de cuidar hasta el más mínimo detalle, tanto en los contenidos como en los formatos, y lo peor de todo es que nunca tenía la sensación de que las cosas estuvieran bien, siempre había algo que quedaba pendiente de mejorar, siempre había algún riesgo por cubrir… y aunque el grueso del trabajo estuviese perfecto ella solo tenía ojos para fijarse en los errores o en las cosas que estaban bien a medias.
Tenía miedo de cometer algún error. De quedar mal frente al resto de sus compañeros. De meter la pata y que la Dirección se diera cuenta.
Y además tenía la necesidad de tenerlo todo bajo control. Necesitaba saber en todo momento lo que estaba haciendo su equipo y por supuesto asegurarse de que lo hicieran como ella consideraba que estaba bien.
Y claro como también se exigía ser una buena jefa, y no se atrevía a gestionar conflictos con su equipo, cuando las cosas no estaban bien en lugar de decirles a sus colaboradores que el trabajo necesitaba mejorarse y que lo repitieran, lo acaba rehaciendo ella. Y no porque el trabajo no estuviese bien del todo, sino porque no estaba hecho de la forma en la que a ella le gustaba que se hicieran las cosas.
¿Sabes lo que pasó a raíz de todo esto?
Lo que pasó es que Leticia bajó su nivel de perfeccionismo. Eso fue lo que pasó.
¿Y sabes lo que le pasó a Leticia como consecuencia de todo esto?
Nada.
El trabajo de Leticia seguía siendo esplendido.
Déjame que te cuente una cosa: La perfección no existe.
La perfección es subjetiva. Y aunque tú tengas unos criterios a la hora de evaluar cuando algo puede considerarse perfecto, esos criterios no tienen por qué coincidir ni con los criterios de tus jefes ni con los criterios de las personas que trabajan en tu equipo.
¿Te has dado cuenta de que ser perfeccionista te lleva a ser una persona imperfecta?
Al final lo importante es que el trabajo cumpla el objetivo para el cual se está ejecutando. Con independencia del grado de perfeccionismo.
Te voy a decir las dos frases que les digo a mis clientes de coaching ejecutivo cuando identificamos que necesitan reducir su nivel de perfeccionismo:
La primera frase es:
Lo perfecto es enemigo de lo bueno.
Y la segunda frase es:
Mas vale hecho, que perfecto.
Estas son las dos frases que debes recordarte constantemente si quieres llevarte bien con tu perfeccionismo.
¡Ahora es tu turno! Cómo parte de tu plan de acción de esta semana me gustaría que reflexionaras sobre tu perfeccionismo y en que medida está afectando a tu productividad. No dudes más ¡Pasa a la acción y actúa!
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